Central óptica
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29/02/2008
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Un bosque de leyes magistrales nos asegura, a los paranoicos ciudadanos celosos de nuestro libre anonimato, que nadie nos vigila sin permiso. Pero la realidad es otra. Estamos permanentemente escaneados. Expuestos. En los tiempos del Chip Campeador, la cara es más que nunca el espejo del alma. En materia de control hace ya tiempo que se ha superado al arcaico Gran Hermano. Tragando a fondo los anzuelos del confort, nos hemos sometido voluntarios al escrutinio de nuestra vida por los satélites, bandas magnéticas, microchips de alta resolución. Apelando a nuestro lado infantil, nos han hecho creer que es un juego de dominar artilugios y así nos doman.
La era digital ha acabado con el derecho a la imagen, los rostros se superponen en la impasible memoria de los aparatos hasta desfigurar la personalidad humana. El futuro ya está presente. La cosificación humana es tal que ya no sabemos si somos alguien o simplemente configuramos los píxeles de un avatar.
Las cámaras nos acechan desde todos los ángulos. Las cámaras nos roban la identidad y ya no sabemos dónde se va a multiplicar nuestro perfil. Como siempre, la telaraña del Sistema aprieta pero no ahoga. Estrangula lo justo para que nos creamos vivos y a salvo de algo peor todavía. El caso es que sigamos produciendo y consumiendo hasta morir. A la Maquinaria le da igual que nos creamos o no su cínico adagio de que las medidas de vigilancia son “por nuestra propia seguridad”. Ese es sólo un lema. Lo suyo es el control de todo lo que se mueve y de lo que permanece quieto. La deconstrucción individual y colectiva avanza a la velocidad del miedo. A medida que se desarrolla la nanotecnología aparecemos más desnudos que un mono pelado.
La verdad es que no somos nadie. A lo sumo los cuatro dígitos de un cajero automático
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