El mercado de los Marcados |
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11/10/2010 |
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A un bloguero londinense se le ha ocurrido hacer una prospección de calle acerca del fanatismo que tiene cierta gente por vestir ropa de marca...y sólo de marca, exhibiendo ostentosamente el logotipo de moda bien visible, como un signo de distinción social. Una contraseña de identificación. Van gritándole a los ojos de todos los que les miran su pertenencia a la tribu del lujo.
Como es bien sabido, las ropas y calzados de las grandes marcas se fabrican en las maquilas del mundo pobre, para ser consumidas por las clases acomodadas. Esas que gozan del poder adquisitivo en el mundo de las manufacturas y las tiendas.
La indiferencia hacia el dolor ajeno es la suprema consumación de un estilo de vida.
-Nosotros sólo compramos lo que nos gusta, no tenemos ninguna culpa de esa explotación laboral que comentan ¿Maquilas se llaman? ¿Y qué es éso?
A menudo yo también me he preguntado qué le lleva a esa gente, propietaria de tantas ínfulas de originalidad, a prestarse voluntaria y entusiasmada a llevar en su cuerpo la publicidad de la marca que ha tenido que comprar. El caso es que no sólo no les importa, sino que interpretan con orgullo su papel de anuncios ambulantes gratuitos. Se sienten actores representando el guión publicitario de una etiqueta de ropa. o calzado. Adorar el logo (uno tras otro) es parte esencial del hiperculto a la imagen que puebla los sueños húmedos.
Tras su trabajo de prospección, la respuesta que ha encontrado el bloguero británico es clara: “Son unos imbéciles”.
Debe ser eso. La llamada del logo de la marca como pulsión inguinal por marcar distancias con la plebe en general. La meada territorial canina de no te acerques a nosotros si no llevas el mismo color de bozal.
Vivimos unos tiempos donde la publicidad es la diosa que rige la vida comercial, es decir, la vida pública. Ella y sus diáconos de agencia señalan el rumbo de la moda a seguir; eso si no se quiere tropezar con el sistema, perder el compás y quedar fuera de onda. Fuera de onda quiere decir desprender un tufo marginal, a perdedor, un don nadie que quedará fuera de la carrera por el triunfo. La recompensa sexual será para aquellos clones cuya silueta se acerque más al ideal diseñado por los publicitarios.
Desde el púlpito del marketing, el logo manda. El logo insiste en sus eslóganes que lo que se impone (lo único que importa) es ser originales. Sin embargo, ese culto a la moda de marca lo fabrican en serie, vendiendo esa ilusión con millones de copias. Cuantas más mejor, mayor será el beneficio. Al final, vestir marca es de una pasmosa uniformidad. Uniformes de diseño. Aunque después de todo esa falta de la exclusividad prometida se perdona. Lo que realmente importa es pertenecer al logo. Una neoreligión que carece de complicaciones litúrgicas y misterios incomprensibles. Tan sólo hay que ponérsela y salir a la calle a que te vean.
Lo que se desprende de los anuncios publicitarios (dedicados sobre todo a los jóvenes que son el gran mercado consumidor en activo) es que si no se te ve vestido con las marcas del momento, simplemente no se te ve. Eres invisible, un cero a la izquierda, una insignificante y anónima criatura que liga menos que los gases nobles. Eso es lo que dicen las marcas. Y la escandalosa realidad de sus facturaciones les da la razón.
La fórmula es perfecta. Los publicitarios han conseguido instalar en la mente de los consumidores el hecho indiscutible de que calzar y vestir es sobre todo enseñar al prójimo lo encantadores que somos vistiendo la marca de moda. Ello equivale a tener un pase de favor para el paraíso terrenal del mundo feliz consumidor. En el fondo no se comercializa un producto. Lo que se vende es la propia publicidad.
En el vestir de marca existe un trasfondo evidente de pertenencia a una clase o secta, una exhibición de ser alguien mimado por la fortuna. Y a pesar de las evidencias explotadoras de las marcas multinacionales de la moda, ninguno de esos privilegiados seres quiere saber dónde y cómo se fabrican los modelos de los escaparates. La indiferencia es divertida. Hacer frente a la realidad es una amargura desechable. Ser superficial es guay. Mola mazo. Etcétera. Hay que joderse, con la idiotez.
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